Polarización, redes sociales y democracia: la alerta del elitismo
En un reciente libro sobre el impacto de las redes sociales en la democracia, Pablo Barberá sintetiza así la evidencia existente respecto a la polarización política entre los ciudadanos:
“aquellos con los niveles más altos de sofisticación política son más propensos a aceptar acríticamente los argumentos de apoyo y rechazar los argumentos contrarios a sus actitudes previas, lo que lleva a una polarización de actitudes; y, al igual que las creencias en la desinformación son más difíciles de corregir entre los ciudadanos más informados, desactivar la polarización entre este mismo subconjunto de la población puede requerir algo más que aumentar la exposición a puntos de vista políticos contradictorios.”[1]
El argumento es importante por dos razones. Primero porque explica con claridad cómo es que las redes sociales pueden contribuir al incremento de la “polarización afectiva” –no la ideológica, basada en posiciones de política pública– sino la que nos hace simplemente rechazar afectiva o psicológicamente al “otro” por desconfianza o simple disgusto. Segundo porque nos alerta a que –contrario al argumento contemporáneo más cotidiano– quienes son más susceptibles a la polarización exacerbada por las redes sociales podrían ser quienes tienen niveles de educación e instrucción en promedio más elevados que el resto de la población, quienes Barberá señala con “los más altos niveles de sofisticación política”.
Es decir, el problema con la polarización en las redes sociales no es simplemente el de una población con baja instrucción que es manipulada por liderazgos perversos que usan las redes para engañarla y enseñarla a odiar al otro. Quienes son más susceptibles de la polarización son, precisamente, quienes tienen mayores niveles de instrucción, conocimientos, y –en principio– capacidades para analizar críticamente la información disponible.
Esta breve nota es una provocación. Hay mucho que no sabemos aún sobre el impacto político y el funcionamiento de la información en redes sociales, en particular en su relación con la política y la democracia. Existe algo de evidencia, periodística y cada vez más académica sobre cómo se produce, sobre cómo se filtra a través de diversas plataformas, cómo se consume, y qué efectos tiene a nivel individual y agregado.
Nos preocupan varias cosas y la agenda de investigación va avanzando poco a poco: la dispersión de las noticias falsas o desinformación, la creación de cámaras de eco que impiden el diálogo transversal, la polarización, la amplificación de contenido pernicioso –en particular el que incita a la violencia política, y los fenómenos de ansiedad asociados a la adicción que se vinculan al consumo de redes sociales.
Acá me refiero a un aspecto específico del impacto de las redes sociales en la democracia, no para sumarme a la preocupación dominante en la discusión contemporánea, sino para alertar sobre otro peligro complementario pocas veces evidente en las discusiones de una posible reforma o regulación de las redes sociales: la predisposición elitista con la que abordamos estos debates.
Al igual que un pedazo importante de la literatura sobre impactos de la publicidad en los comportamientos políticos, el consenso académico al momento es claro: no existe evidencia sistemática de que las redes sociales estén siendo fuente de un engaño eficaz en la mayor parte de la población; por otro lado, los efectos posibles de las redes en la polarización política, como sugiere la cita anterior, no son como resultado de la ignorancia de la gente, sino quizá incluso lo contrario.
Esto no quiere decir, ni de lejos, que la pregunta de la influencia de las redes sociales en la salud democrática sea irrelevante.
De entrada porque estamos estudiando un fenómeno en veloz evolución, y porque además las grandes inversiones de las campañas electorales –muchas veces provenientes de fuentes ilícitas– se concentran entre otras cosas en incidir en las redes sociales para tratar de ganar ahí las contiendas.
Pero sí nos ilustra que quizá la preocupación está desenfocada: nos obsesiona el asunto de las “cámaras de eco” cuando este fenómeno pareciera estar reducido a un grupo pequeño de la población. Nos angustia la omnipresencia de las fake news cuando tampoco pareciera que este fenómeno esté transformando sustantivamente la información con la que cuentan los ciudadanos a la hora de votar. Y pareciera que uno de los efectos relativamente claros, el de la polarización afectiva, está concentrado en las élites más que en las personas de niveles más bajos de instrucción.
El asunto de la polarización, por cierto, merece una mención más detallada. La literatura distingue entre polarización afectiva –que ya se mencionó antes– y polarización ideológica. Ésta se refiere a la distancia de posiciones de política pública entre las personas. Nos preocupa que las redes sociales y sus cámaras de eco amplíen las distancias entre las posiciones de las personas, ya que ello hace imposible el acuerdo y el compromiso indispensables en la democracia. Pero la evidencia sugiere un efecto contrario: lo que está aumentando es la polarización afectiva, no la ideológica. De hecho, cuando se empiezan a diluir las distancias de política pública entre las alternativas políticas a los ojos de los ciudadanos, el efecto es de desilusión y descrédito, que puede convertirse en desmovilización, cinismo, y eventualmente mayor polarización afectiva. Es decir, el problema no es tanto de distancia ideológica, sino de la potenciación de dinámicas “amigo-enemigo” –que tampoco es necesariamente un fenómeno generalizado, ni de la población con menos instrucción formal.
La provocación ahora tiene una forma más concreta: ¿estamos preparados para discutir la regulación de las redes sociales desde una perspectiva genuinamente democrática?, ¿podemos salirnos del paradigma de que el problema de la democracia es que la gente en los hechos, está tomando decisiones presumiblemente equivocadas –a los ojos de las élites académicas o políticas? No estamos diciendo que no sea importante evaluar el flujo de información disponible para los ciudadanos sobre las opciones políticas que se les presentan. Sí, sin embargo, que cuando hablemos de ello debemos tener cuidado con no suponer que la manipulación sea algo fácil para los liderazgos políticos o ineludible para personas con bajos niveles de instrucción –por definición el segmento mayoritario de la población.
En el mismo volumen comentado antes, Andrew Guess y Benjamin Lyons advierten:
“La investigación sobre el efecto de los medios [en la política] sugiere… que la exposición a noticias falsas y otra información errónea puede causar la mayor parte de su daño al aumentar el cinismo y la apatía mientras alimenta el extremismo y la polarización afectiva (Garrett et al. 2014; Lau et al. 2017; Tsfati y Nir 2017; Lazer et al. 2018; Suhay et al. 2018). Estos efectos menos obvios de la desinformación rara vez se han examinado, pero un estudio de VanDuyn y Collier (2018) muestra que incluso el discurso de élite en torno a las noticias falsas puede reducir la confianza en los medios y empeorar la capacidad del público para identificar con precisión las noticias reales.”[2]
Ello no sorprende. La definición del populismo que usa Jan W. Muller subraya que el líder se presenta como intérprete de los deseos de un pueblo unificado frente a unas élites corruptas y perversas, que se dedican a agredir al pueblo. Cuando las élites responden jugando precisamente este papel planteado por los populistas –al señalar que los medios o las redes hacen fácil la manipulación de la gente– la ciudadanía toma nota. Y con ello quizá confirma sus sospechas sobre las intenciones de esas élites.
[1] Social Media and Democracy (SSRC Anxieties of Democracy) (pp. 47-48). Cambridge University Press. Kindle Edition.
[2] Énfasis añadido. Social Media and Democracy (SSRC Ansieties of Democracy) (págs. 24-25). Prensa de la Universidad de Cambridge. Versión Kindle.
Este artículo fue cedido para la edición de Café Semanal Latam.
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