La democracia peruana en la encrucijada
Tras el golpe de Estado de Pedro Castillo en diciembre, el Perú se mantiene en una crisis política con pocas salidas evidentes. A pesar de la mayoritaria desaprobación del Congreso y el Ejecutivo, las autoridades parecen convencidas de quedarse en sus cargos hasta el 2026.
La democracia peruana ha convivido por décadas con la precariedad de su sistema de partidos políticos y una sostenida crisis de representación que aleja, cada día más, a la ciudadanía de sus autoridades electas. A estos elementos que parecen permanentes, se ha sumado desde 2016 un factor nuevo, a saber; que la fuerza política perdedora del proceso electoral presidencial alegue la existencia de fraude, aunque no existan evidencias, y que esa narrativa abra un periodo de polarización, ausencia de diálogo e inestabilidad.
La victoria de Pedro Castillo en 2021 inició un nuevo episodio de crisis, pues luego de que las alegaciones de fraude fueran desvirtuadas por la justicia electoral peruana y en consecuencia Castillo asumiera el mando, la oposición a su gobierno se empeñó desde el parlamento en lograr su destitución. Para ello, apelaron a un mecanismo denominado vacancia por incapacidad moral permanente que, en los últimos años, ha sido una de las figuras constitucionales instrumentalizadas por la fuerzas políticas para prevalecer en un contexto en el cual el diálogo y la búsqueda de consensos parecen desterrados.
El 7 de diciembre de 2022, luego de tres intentos de vacancia y ante las perspectivas de que esta vez, las graves acusaciones que pesaban en su contra, lograran quebrar el empate de fuerzas que hasta ese momento lo mantenían en Palacio de Gobierno, Castillo dirigió un mensaje a la nación en el que anunciaba la disolución del Congreso, la intervención de los poderes del Estado y la convocatoria a elecciones para un nuevo congreso con facultades constituyentes. Una huida hacia adelante y quiebre del orden constitucional que adolecía de respaldo político, popular y de las fuerzas armadas. En cuestión de horas el intento de golpe de Estado se diluyó. El Congreso reunido de emergencia vacó al presidente por incapacidad moral permanente y juramentó a la vicepresidenta Dina Boluarte como presidenta constitucional de la República. IDEA Internacional hizo público un comunicado en el que expresaba su repudio a las medidas anunciadas por Castillo Terrones y saludaba que las vías constitucionales de sucesión presidencial se hubiesen respetado. A pesar de todos los problemas, sometida a un alto estrés, la democracia peruana parecía resistir.
Al asumir el gobierno, Boluarte anunció que su gobierno completaría el periodo hasta 2026 tal como lo prevén las normas constitucionales peruanas y anunció un gabinete de centro derecha que evidenciaba su búsqueda de apoyo político en ese sector del parlamento y del espectro político. Esta jugada política no fue bien recibida por las bases sobre las que se sostenía el presidente Castillo; cerca de una treintena de congresistas y fuerzas políticas procedentes de las regiones entre las que se podía identificar organizaciones sindicales, campesinas, indígenas y a su vez, organizaciones vinculadas a economías informales e ilegales tales como la minería y la siembra de coca. Junto a estas fuerzas sociales una amplia mayoría de la ciudadanía consideraba que lo más adecuado era la convocatoria a nuevas elecciones generales (porcentaje que subió hasta el 88% según la encuesta del Instituto de Estudios Peruanos de febrero de 2023)[1].
Una ola de protestas, bloqueos de carreteras y quema de locales de entidades públicas inició cerca del 10 de diciembre de 2022.
Los pedidos más intensos eran la renuncia de Boluarte, nuevas elecciones generales (de Presidencia y Congreso) y asamblea constituyente para sustituir la Constitución de 1993 considerada por los protestantes como neoliberal. En todo el país, pero especialmente en el sur andino (regiones menos beneficiadas por el crecimiento económico de los últimos años y con una fuerte identidad étnica y política) las protestas escalaron obligando al Ejecutivo a decretar el estado de excepción y la intervención de las Fuerzas Armadas para el control del orden público.
El uso desproporcionado de la fuerza para controlar las manifestaciones y la denuncia de violaciones a los derechos humanos provocó gran preocupación en diversos gobiernos de la región, organismos de derechos humanos y organizaciones internacionales. El saldo de la escalada de violencia ha sido la pérdida de más de 60 vidas humanas a la fecha[2]. El creciente descontento y el recrudecimiento de las protestas obligaron al Ejecutivo y al Congreso en un primer momento a buscar los consensos para un adelanto de elecciones generales. Según las normas peruanas, una medida como esta requiere de una modificación constitucional que puede realizarse con el voto favorable de la mayoría legal de miembros del Congreso y ratificada en referéndum. O, alternativamente, puede omitirse el referéndum si la aprobación se dio con el voto favorable de dos terceras partes del Congreso en dos legislaturas ordinarias sucesivas.
El 20 de diciembre el Congreso aprobó en primera votación (con 93 votos de 130) adelantar las elecciones para abril de 2024. Para gran parte del país y sobre todo para las personas movilizadas, la fecha parecía muy lejana y las protestas arreciaron. Luego de las fiestas por Navidad y fin de año, a las manifestaciones en ciudades del sur andino se sumaron ciudades de la costa, entre ellas la capital, Lima. Los enfrentamientos entre protestantes y fuerzas del orden seguían produciendo muertes y heridos.
Con una gran parte de país movilizado en contra de la permanencia de Boluarte y el Congreso en el poder, tanto Ejecutivo como algunas bancadas del Congreso propusieron volver a votar la propuesta[3] de adelanto de elecciones para que estas se produjeran en 2023. Sin embargo, el consenso no fue posible, a pesar que se reconsideró reiteradamente. Nunca se alcanzaron los votos necesarios ni para buscar una segunda votación ni para forzar un referéndum.
Ya sin posibilidades de que las elecciones se realicen en el 2023, pasadas las semanas las movilizaciones parecen haberse calmado en gran parte del país, excepto en la región de Puno. Y aunque a fines de febrero, según el Instituto de Estudios Peruanos, el 88% de la población está a favor del adelanto de elecciones, la desaprobación de la presidenta se ha elevado hasta el 77% y la del Congreso hasta el 90%, los intentos fallidos por adelantar elecciones hasta el momento han sido catalizadores para que un grupo importante de congresistas considere la idea de quedarse en sus cargos hasta el 2026.
Los incentivos para el adelanto se reducen aún más si se tiene en consideración que la reelección congresal inmediata está prohibida desde 2018 en Perú y las posibilidades de una carrera política luego de ser congresistas parecen reducidas.
Así, hoy en día parece más difusa la posibilidad de elecciones en el 2024 y los espacios de diálogo con las organizaciones movilizadas aún son ausentes. En ese escenario, donde existe una brecha cada vez mayor entre la ciudadanía y sus autoridades, son aún latentes las posibilidades de que en Perú se produzca un mayor retroceso democrático.