México: ¿Reformar o deformar el régimen electoral?
A lo largo de su trayectoria política en búsqueda del poder que finalmente obtuvo en las elecciones presidenciales de 2018, el actual mandatario de México, Andrés Manuel López Obrador, construyó una base narrativa para convencer a su electorado sobre la base de que su triunfo había sido obtenido —no gracias, sino— a pesar de la actuación mostrada por las autoridades encargadas de organizar y vigilar al proceso comicial en su conjunto.
Aclaración: Las opiniones expresadas en este comentario son las del autor. Este comentario es independiente de intereses políticos o nacionales específicos. Las opiniones expresadas no representan necesariamente la posición institucional de IDEA Internacional, su Junta de Asesores o su Consejo de Estados Miembros.
Esta premisa —la cual nunca abandonó a lo largo del tiempo— permite entender la naturaleza con la que ahora se ha empeñado en generar una radical reforma al régimen partidario electoral, cuya premisa intenta ajustar el funcionamiento de dichas autoridades a partir de una reducción sustancial de las estructuras y recursos presupuestales que se destinan para su funcionamiento. Pero al mismo tiempo se pretende una compactación de las instancias intermedias que intervienen dentro de los ámbitos de operación administrativa y de la justicia electoral en el ámbito local, en este caso, los llamados Organismos Públicos Locales Electorales (OPLEs) y los Tribunales Estatales Electorales (TEEs).
Por otra parte, con la creación de un Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC) ampliaría su rango de acción para integrar como tareas directas la organización de las elecciones de todas las instancias territoriales, además de incorporar formalmente la relacionada con los instrumentos de democracia directa que se aprobaron constitucionalmente y que ya se realizaron en este sexenio, como lo son las relacionadas con las figuras de la Consulta Popular y la Revocación de Mandato Presidencial. Pero al mismo tiempo, se plantea un inquietante esquema de conformación por la vía de elección directa por parte de la ciudadanía, de aquellas personas que integren sus instancias directivas, a partir de un esquema de nominación sustentado en postulaciones apoyadas desde los propios poderes (ambas cámaras del Poder Legislativo, la Suprema Corte de Justicia y el propio presidente de la República, lo cual implicaría una evidente contradicción con los principios de autonomía e imparcialidad que deben guiar a este tipo de instancias del Estado, pero que a la vez se encuentran separadas del gobierno en turno.
Igualmente, bajo ese mismo argumento de promover un esquema de austeridad en los costos del modelo, se pretende acotar el financiamiento público que se destina a los partidos políticos a efecto de que solo puedan acceder al mismo durante la realización de los campañas y procesos de renovación de los poderes y cargos locales y federales, con lo que dichos partidos tendrían que mantenerse solo con recursos propios cuando no ocurran dichas contiendas. Esta acción además ha sido empujada mediante una creciente restricción de recursos para la operación misma de los órganos electorales, con la perniciosa idea de presionarlos y alinearlos así a los intereses del gobierno.
Estos dos factores se complementan además con una acción orientada a reducir no sólo el tamaño de las 2 cámaras que integran al poder legislativo federal (como sería en el caso del Senado, al colocarlo en solo 96 escaños (3 por cada entidad federativa, asignando 2 al partido que triunfe por mayoría relativa y el restante al que se coloque como “primera minoría”, pero eliminando al bloque de los 32 escaños que se elegían mediante una sola circunscripción / lista nacional a través de un esquema de representación proporcional pura. Para el caso de la Cámara de Diputados, ahora se pretende una reducción de 500 a 300 integrantes, eliminando la naturaleza mixta que poseía el modelo con 300 distritos uninominales y 200 escaños de representación proporcional en 5 circunscripciones, para alentar un modelo donde se manejarían a las 32 entidades federativas con distribuciones que abarcarían de 2 hasta 40 curules que se distribuirían en cada entidad bajo un esquema de representación proporcional pura. Lo evidente dentro de este esquema es la distorsión que generaría a favor de las formaciones partidarias mayoritarias especialmente en las entidades con menor magnitud de escaños. Y un ajuste similar se aplicaría para el caso de los congresos locales y la integración de los ayuntamientos.
Es evidente que dicha modificación alteraría en mucho las condiciones de acceso a contiendas equitativas con el sistema de partidos actual, aparte de reducir los efectos de las posibilidades de integración de alianzas opositoras y sobre todo, complicaría el cumplimiento de los esquemas de acceso a la representación de un conjunto de comunidades que habían sido beneficiados en el tiempo reciente por la implementación de acciones afirmativas en materia de nominaciones a cargos (migrantes, afrodescendientes, LGBTTIQ+, pueblos originarios, entre otros).
Desde su lanzamiento formal el pasado 28 de abril de este año, la iniciativa del presidente AMLO ha tenido un intenso intercambio y respuesta en la opinión pública.
Ha tenido igualmente una amplia respuesta en el ámbito académico, además de que la Cámara de Diputados generó un espacio de Parlamento Abierto para hacer acopio de elementos que precisamente dieran orientación sobre la viabilidad o no de la propuesta. Sin embargo, todo ello ha caído en saco roto. El discurso y las acciones del oficialismo fueron in crescendo, al punto que de manera inusual se generó una marcha nacional el pasado 13 de noviembre, lo cual fue un relevante escalonamiento de los costos para el gobierno en la pretensión de imponer su reforma con mayoría calificada en ambas cámaras, números que sigue sin tener por el momento.
El presidente AMLO ha decidido responder colocándose al frente de una contramarcha a realizarse el 27 de noviembre para mostrar que aún posee el control de las calles y de que hay una mayoría nacional que lo respalda, colocándose incluso en la posibilidad de que ello infrinja disposiciones mismas de la legislación electoral. Ha decidido continuar con el procesamiento inicial en comisiones de su iniciativa, la cual ya posee un dictamen de comisión en la Cámara de Diputados para intentar presentarse al pleno el día 28 de noviembre. De no obtenerse el resultado, el propio presidente ha indicado que promoverá un plan “B”, consistente en reformas a los ordenamientos secundarios, para los cuales sólo necesitaría una mayoría simple, con lo que el daño potencial a las estructuras y mecanismos de la organización electoral podrían ser igual de profundos en comparación a lo inicialmente propuesto.
La oposición civil-partidaria ha señalado —en caso de emprenderse esta presentación de iniciativa ante el pleno legislativo— que se activará nuevamente con el ánimo de presionar e impedir que incluso alguno de los partidos de dicha coalición se retracte e intente apoyar al gobierno, como ya ocurrió con el tema de mantener a las fuerzas armadas en las calles hasta más allá del año 2024.
Es muy claro que en este pulso de fuerzas se juega algo más que una simple correlación de fuerzas, sino que estamos ante un contexto que puede implicar un importante retroceso en el camino de la lenta construcción democrática que le ha implicado a México arribar a un sistema electoral y de representación donde las partes se conceden mutuamente niveles mínimos de confianza y certidumbre para participar.
Sin duda, el desempeño de toda autoridad es susceptible de revisión, pero para ello también debe darse un sentido de oportunidad y responsabilidad colectivos, cosa completamente distinta del espíritu vertical y unilateral que ha venido acompañando a la acción presidencial.
De ahí la importancia de resaltar que el momento histórico que vive México trasciende a un simple conflicto entre dos instituciones del Estado como lo son el INE en su condición de organismo autónomo y el titular de la presidencia, sino que tenemos un contexto de polarización antagónica estructural que nos ha colocado entre modificar el orden político electoral vigente desde 1996, o regresar a las condiciones previas de un hegemonismo mayoritario que ampare a un régimen político con márgenes muy limitados para contender en condiciones generales equitativas.
Este artículo fue cedido para ser publicado en Café Semanal Latam.